Cuatro socios aprovecharon el feriado largo para escalar en Córdoba
Por la tarde del miércoles 17 de abril salimos desde Capital Federal rumbo a Mina Clavero, Córdoba, los socios Matias Ferrari, Sebastian “Tati” Paz, Mateo Zambruno, y Marcos “He-Man” Gorostiaga, a bordo del irrompible Mitsubishi Lancer. La idea era llegar a esa ciudad cerca de la medianoche, descansar en una hostería y recortar al otro día los pocos kilómetros que nos separaban de La Ola, una zona rocosa ubicada en el camino de las Altas Cumbres cordobesas.
Por la mañana, después de tentarnos con unos alfajores y unas facturas en Mina Clavero, enfilamos hacia El Último Sol, un sector con varios 5tos y 6tos que queda a unos metros de la Ruta Provincial 34 y donde se puede hacer escalada deportiva. Ahí pasamos todo el primer día, amigándonos con la roca y viendo a Marcos "He Man" Gorostiaga completar cómodo un 6B+. Las vías, en su mayoría, requieren pasos de adherencia y algunos cuarzos que sobresalen de la roca son, por momentos, los únicos agarres para los dedos. Ya se podrán imaginar cómo quedaron las manos después de tres días de apretar esos cuarcitos...
Ese primer día de escalada, cerca de las 18, encaramos los últimos "pegues" y apuramos el paso hacia lo de Froilán -un joven de 85 años que hospeda en su terreno a los escaladores- para encontrar un buen lugar para armar la carpa donde dormiríamos las siguientes dos noches. Mientras cenábamos unos fideos con salsa y atún, vimos a lo lejos a un grupo de personas que, con linternas en sus cabezas, peleaban unos "techos" ásperos. Las luces iluminaron la roca una buena parte de la noche hasta que los brazos les gritaron "basta". Para cuando decidieron bajar, nosotros ya nos estábamos guardando en las bolsas de dormir.
El segundo día comenzó con un desayuno que combinó cereales, leche en polvo, frutas, un poco de pan y el innegociable mate cebado por "Tati". Con la panza llena, caminamos hasta Torres Gemelas, un sector con vías más largas, de hasta 30 metros. El diferencial de este sector es que ofrece una grieta para hacer escalada tradicional, es decir, utilizando seguros móviles. "Tati" y "He Man" fueron los primeros en darle un "pegue" y luego los siguió Mateo Zambruno, quien probó la escalada tradicional, primereando y colocando Friends (emportradores). Afortunadamente escaló también, con otra cuerda pasada por un “top” de back up, ya que al dejarse caer y probar la eficacia de los seguros móviles, el último posicionado voló, por lo que no estaba bien colocado.
Esa mañana conocimos a Juan y Dani, dos cordobeses que, según nos contaron, "finde" por medio se escapaban a la roca. Claro, para ellos era el patio de su casa: Córdoba capital queda a solo 100 kilómetros de donde estábamos, un lujo impensado para los que vivimos en Buenos Aires.
La Ola tiene la virtud de contar con múltiples sectores de variada dificultad ubicados a sólo algunos minutos de distancia entre sí. Todo se puede unir con una caminata corta de unos pocos minutos. Es un excelente lugar tanto para el que necesita dar sus primeros "pegues", como para aquél experimentado que quiere probar 7mos. Eso sí: con muchas primeras chapas ubicadas recién a 8 metros del suelo, la mayoría de las vías exige concentración y movimientos seguros.
Por la noche regresamos al campamento, donde hicimos desaparecer unos paquetes de arroz, un salame y... de nuevo atún. De calcular y comprar la comida para ese fin de semana largo se había encargado el médico del grupo, "He Man", de labor irreprochable.
El sábado por la mañana desarmamos la carpa temprano y nos encontramos con los cordobeses Juan y Dani en la ruta para ir a “El Cíclope”, nuestro último sector para castigar las manos. Las energías no eran las mismas que el primer día, pero no lo sintió así Matías "Preguntale" Ferrari, que tuvo su mejor mañana/mediodía de viaje, encadenando un 6 B. Sólo el viento frío y una incipiente lluvia nos pudieron separar de la roca ese último día.
Con las manos cansadas y los brazos casi sin respuesta, emprendimos el viaje de regreso a Buenos Aires subidos al fiel Lancer. Diez horas nos separaban todavía de nuestras camas y de los menúes sin atún.